Con ojos de niño

Francesco Tonucci fue una figura profundamente influyente en mi camino como educadora. Recuerdo lo mucho que me cautivaban sus viñetas: pequeñas ventanas a un mundo visto desde la mirada de los niños, donde todo parecía tener un sentido más humano, más cercano, más honesto.

En ese entonces trabajaba en una escuela de enfoque constructivista y estaba inmersa en el estudio de conceptos epistemológicos inspirados en Piaget, Gattegno y otros. Mi directora solía pedirme que rehiciera mis planes de clase una y otra vez. Yo me frustraba, sentía que no entendía del todo lo que me pedía: “Piensa en lo que los niños traen a la interacción pedagógica, y planea desde ahí”. Me costó, pero poco a poco empecé a vislumbrar el sentido profundo de esas palabras. Cuando por fin logré integrarlas, algo en mí cambió radicalmente: mi cosmovisión educativa dio un giro. Enseñar y aprender ya no eran procesos separados, sino dos caras de la misma moneda. Desde entonces, comencé a buscar activamente cómo los seres humanos aprenden, cómo ocurre la cognición, y cómo todo está tejido por el deseo y la emoción.

Recuerdo que, en una de las clases que tomé en Estados Unidos para completar los requisitos del Child Development Teacher Permit en California, quise escribir un ensayo sobre un artículo de Tonucci titulado “Citizen Child: Play as Welfare Parameter for Urban Life”. En él, Tonucci hablaba de cómo la sociedad moderna ha transformado las ciudades, excluyendo a los niños, y cómo es necesario repensar los espacios urbanos desde su perspectiva. Cuando le compartí mi idea a la profesora de ese curso, me respondió con desdén: “¿A quién le importa lo que pasa en Italia?”. A pesar de su comentario, escribí el ensayo de todas formas… y obtuve una A.

La verdadera ironía fue que, años después, tuve el privilegio de trabajar en una escuela inspirada en Reggio Emilia, viajar a Italia y participar en una conferencia donde se reunieron representantes de más de 40 países. De pronto, quedaba claro que sí importaba lo que pasaba en Italia… o en cualquier otro lugar del mundo, si se trataba de repensar la infancia y la educación desde el respeto, la escucha y la belleza.

Esa experiencia me dejó una enseñanza profunda: a veces, incluso personas con buena formación intelectual pueden quedarse atrapadas en su propio marco de pensamiento, creyendo que ya lo saben todo, y pierden la oportunidad de abrirse a nuevas miradas. Miradas como las de los niños, que observan el mundo con ojos curiosos y corazón abierto.

Hoy, trato de mantener viva esa forma de mirar. De escuchar. De dejarme sorprender. Porque educar, al final, es volver a aprender a ver el mundo como si fuera la primera vez.

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Lo que los niños ya saben: Emilia Ferreiro y el poder de descubrir la lectoescritura

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El corazón enseña primero