El corazón enseña primero
Ya estaba criando a tres hijos cuando comencé a comprender verdaderamente la importancia de la alfabetización emocional. Les había dado muchas herramientas para navegar sus sentimientos —principalmente de forma instintiva, a través del amor, las conversaciones y la presencia—. Pero me perdí muchas oportunidades para apoyarlos conscientemente en el desarrollo de habilidades sociales y emocionales de una forma intencionada y con fundamento.
En ese momento, ya llevaba más de 15 años trabajando como educadora. Había tomado incontables cursos universitarios, asistido a talleres y leído montones de libros. Pero, como tantas de las lecciones más importantes de la vida, la verdadera comprensión no vino de un libro de texto. Vino de la experiencia.
Una tarde, fui a recoger a mi hija menor de su programa después de clases. Estaba en cuarto grado, y supe de inmediato que algo andaba mal. Estaba llorando. Entre sollozos, me contó lo que había pasado.
Mi hija tenía un diario personal, un espacio seguro donde escribía sobre su día —celebraciones pequeñas y emociones difíciles por igual—. En una de esas páginas, había escrito algo como: “Odio a mi maestra.” Era un momento privado, una forma de desahogo emocional, no destinado a los ojos de nadie más. Pero esa página se cayó y fue encontrada después de clases.
Lo que sucedió después me dejó perpleja.
Su maestra, al encontrar la hoja, fue directamente al programa de después de clases y la sacó, a pesar de no estar autorizada para recogerla. La llevó de regreso a la escuela y la sentó con la directora para reprenderla. Mi hija lloró durante toda la situación, confundida, avergonzada y profundamente herida.
Cuando me lo contó, se me partió el corazón —no solo por ella, sino por todos los involucrados—. Por la niña cuyas emociones no fueron vistas. Por la maestra, que, probablemente actuando desde la frustración o el dolor, respondió de una manera que agrandó la brecha emocional en lugar de cerrarla. Y por mí —como madre y como educadora—, al darme cuenta de lo poco que realmente sabía sobre las emociones en el aula.
Como suelo hacer, miré hacia adentro. Me pregunté: ¿Qué hay que aprender de esto?
Ese momento encendió una misión personal. Comencé a investigar. Vi videos, leí libros y busqué programas que abordaran lo que ahora sabía que faltaba: la alfabetización emocional y la empatía en el corazón del aprendizaje. Fue entonces cuando descubrí Roots of Empathy.
Roots of Empathy es un programa desarrollado por Mary Gordon en Canadá. Lleva bebés y sus cuidadores a las aulas para que los estudiantes puedan observar, con el tiempo, el desarrollo de las conexiones emocionales. A través de la observación guiada y la reflexión, los niños aprenden sobre la empatía, las señales no verbales, la autorregulación emocional y la acción compasiva.
Lo que más me impactó fue la simplicidad del programa —y su poder—. El bebé se convierte en maestro, mostrando a los estudiantes lo que significa sentir, conectar y ser comprendido. Es una lección viva de humanidad.
Pensé: ¿Y si tuviéramos algo así en nuestra escuela?
Trayendo Empatía a Nuestra Comunidad
Inspirada por Roots of Empathy, comencé a diseñar mi propia versión de un programa de alfabetización socioemocional. Empezó pequeño —círculos matutinos, cuentos compartidos, chequeos emocionales—. Hablamos de los sentimientos, les dimos nombres y creamos espacio para sostenerlos sin juicio. Involucré a los padres en el proceso y, poco a poco, comenzamos a construir una cultura donde las emociones no eran una interrupción del aprendizaje—eran esenciales para él.
Mi práctica como maestra cambió por completo. Dejé de ver la conducta como algo que debía corregirse y comencé a verla como una forma de comunicación. Escuché más, pausé más, suavicé más. Y mis estudiantes respondieron con apertura, honestidad y confianza.
Reflexión Final
Lo que le pasó a mi hija fue doloroso, pero abrió una puerta que no sabía que necesitaba cruzar. Ahora, no solo enseño materias académicas. Enseño presencia, empatía y conexión. Y cada día, soy testigo de la diferencia que eso hace.
A menudo decimos que los niños son nuestros mayores maestros. Yo lo creo. Pero solo cuando estamos dispuestos a escuchar —no solo con la mente, sino con el corazón.